PRIMER PERIODO
NOVENO
DÉCIMO
UNDÉCIMO
NOVENO
Sólo vine a hablar por teléfono
[Cuento -Texto completo] Gabriel García Márquez |
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DÉCIMO
ENSAYO
Leído en el Encuentro Iberoamericano de Escritores, Bogotá.
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El amor en la cultura popular:
UN
CIELO QUE CONDUCE AL INFIERNO
Hace unos
años , grabé a un campesino de las riberas del río Amacuzac, en el Estado de
Morelos en México, la breve narración de una leyenda: “Una mujer se encontraba
en su rancho rodeada de sus hijitos cuando llegó el marido del campo trayéndole
carne para que le preparara un caldito. El marido se tiró en la hamaca a
esperar la comida. La mujer, entre cuidar los niños, encender la llama del
fogón y alimentar a las gallinas, descuidó la carne, misma que se comieron los
perros. (sic). Aterrada ante el asunto, la mujer decidió cocinar a los hijos y
cuando el marido abandonó la hamaca, le sirvió el caldito de carne. Dejando a
su marido a la mesa, la mujer salió hacia el pozo alegando que le faltaba agua.
En cuanto el marido se alistó para llevarse la primera cucharada a la boca, el
caldito empezó a gritar: ‘No me comas, papá’. El hombre, aterrado, se fue a
buscar a la mujer y la encontró ahorcada en el pozo. Desde entonces, nadie ha
sido capaz de sacar agua de allí, al punto de que la comunidad que se
alimentaba de esas aguas, tuvo que emigrar a lejanas tierras”.
Una
cuidadosa audición de esta leyenda arroja múltiples lecturas. Una de ellas, muy
importante. La del extremo del amor en su más pura manifestación. En esa
instancia de la relación amorosa –si así se puede llamar— ya no existe el amor
sino el miedo. Ya en ese momento, aquello que una vez fue cielo y gloria se ha
convertido en suplicio, en infierno. Seguramente, cuando ese hombre empuñó años
atrás las armas de la conquista y abrió sus plumas como un pavo real, había
piropeado a su mujer de esta manera: “Mamacita: si así es el infierno, que me
lleve el diablo”.
Y, en
efecto, se lo llevó el diablo; no sólo a él sino también a ella. Y a ambos los
condujo al infierno. Para ninguno de los dos resultó extraño que aquello
sucediera; era lo esperado. Ya la sabiduría materna se los había advertido.
Años atrás, en la gloriosa etapa de los primeros acercamientos, ambas suegras
habían sido permisivas: “Disfruten ahora de los gozosos –habían dicho--, que
después la vida misma se encargará de traer sus dolorosos”. Así, no habría de
resultar extraño que más adelante, cuando ya los hijos hubieran crecido, ellos
dos –marido y mujer—se refirieran a esos tiempos de “primeras simpatías” con
dos frases de uso común: “Cuando Etelvina y yo teníamos amores” o, “Cuando
Isidoro y yo estábamos enamorados”.
Tanto en la
música y los novelones de todo orden, como en la vida diaria y la tradición
oral de América Latina, este suplicio del amor como una trampa que conduce al
sufrimiento y como señuelo que condena a la condena, se nos presenta con altas
dosis de legitimación. Todo parece conspirar, y de hecho conspira, contra los
finales felices o las simples nociones de felicidad. En todo lo relacionado con
el amor se halla siempre implícita la noción de culpa y de expiación, de
penalidad y de talión. Es tan ilegítimo y espurio el amar y mucho más ilícita e
inmerecida la dicha que el amar prodiga, que la enmienda y la reparación son de
ley; son fundadas y evidentes, axiomáticas.
Nada de todo
ello se recoge del suelo. Los preceptos de una instrucción judeo-cristiana, los
estragos de una educación para la tristeza y el principio de la realización en
el dolor, han condicionado el corazón de esta América mestiza que parece
haberse cegado a las ambrosías del amor gratificante; de esta América que
cuando habla de amor, habla de odio no como antítesis sino como complemento.
Ello, tal vez, porque el que odia padece un sufrimiento similar al del horror
ante la muerte. “Quizá –piensan algunos--, habría que hablar del amor y de la
muerte como parte del mismo condimento, pues para ir al infierno, es preciso
primero morir”. Eso sostiene un ama de casa mexicana, y agrega: “Como el mole,
que sin chile y chocolate no es”.
Escuché
decir un día a un guionista de telenovela: “En el amor de los protagónicos, el
hombre debe ser verdugo; y la mujer, Santa Teresa de Jesús”. Es decir, el uno
ha de ser distante, severo y cruel; y la otra, no ha de tener otra opción que
sublimar el sufrir hasta los niveles de la dicha. El imaginario, la iconografía
y las tradiciones populares constituyen la cartilla en donde esas lecturas se
aprenden. Aunque hay otros mundos en donde, al parecer, el amor verdadero
y la felicidad son posibles. Pero esos altos mundos de las páginas
sociales son inaccesibles y ajenos; y a propósito de ellos, el paso del tiempo
axiomatiza el aforismo de que “Uno no se casa con quien quiere sino con quien
puede”. Así, el amor popular, carga consigo otro condimento desastroso: el de
la impotencia, que ningunea y desafirma, y que cumple el propósito para el que
fue diseñado: para que sirva de herramienta de control y para que perpetúe el
statu quo.
Pero hay, se
dice, y ello sería la excepción que confirma la regla, un sólo amor verdadero:
el amor de madre. Y se halla expresado en esta leyenda escuchada de labios,
casualmente, de mi madre, cuando era niño en la región del Sinú colombiano: “Un
hombre estaba tan enamorado, que le dijo a la mujer de sus sueños: ‘Pídeme que
haga la más grande locura, que habré de hacerla por ti’. La mujer, que odiaba a
la suegra, le dijo ‘Mata a tu madre, sácale el corazón y tráemelo en tus
manos’. El hombre dio a su madre en la noche un vaso cargado con agua de
pasiflora y cuando estuvo dormida, tomó el cuchillo de la cocina, le abrió el
pecho y le sacó el corazón. Feliz de poder complacer a su amada, salió corriendo
a buscarla con el corazón aún latiendo entre las manos. Pero en el camino
tropezó con una piedra y cayó, rodando el corazón hasta unos metros adelante.
Al intentar levantarse, el hombre oyó, saliendo del corazón, la voz de la
madre que decía, ‘¿Te hiciste daño, hijo mío?”. *
UNDÉCIMO
La soledad de América Latina
[Discurso de aceptación del Premio Nobel 1982 -Texto completo] Gabriel García Márquez |
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